Comentario
La actividad escultórica en el Madrid del XVII no presenta rasgos unitarios que permitan su consideración como escuela de características propias. El encargo a centros de prestigio, como el vallisoletano o el andaluz, y la importación de obras extranjeras, especialmente italianas, por parte de los círculos cortesanos y de la monarquía, restaron protagonismo a los escultores que por entonces trabajaron en Madrid, que se vieron en general alejados de la clientela más importante. Si a esto sumamos el auge de la pintura madrileña de este período, preferida casi siempre a la escultura en la ornamentación de interiores y retablos, puede comprenderse que Madrid carezca en este siglo de una escuela propia, y que sus artistas, llegados en su mayoría de distintos lugares atraídos por la corte, realizaran una escultura, en muchos casos de calidad, pero en gran medida dependiente de influencias foráneas.La capitalidad introdujo sin embargo en el panorama escultórico madrileño algunas necesidades diferentes a las del resto de la Península. El deseo de dotar a la ciudad de una apariencia digna de su condición de capital, determinó su ornamentación con fuentes monumentales, realizadas en mármol y bronce y diseñadas con frecuencia por arquitectos, pero ejecutadas por escultores. Estos conjuntos, muy lejanos del esplendor romano, embellecieron la villa con obras de carácter mitológico, aunque hoy sólo se conocen a través de dibujos y de alguna estatua conservada.Gómez de Mora proyectó en 1617 las fuentes de la Cebada y de Santa Cruz, siendo Gaspar Ordóñez quien realizó esta última, a la que pertenece el Orfeo del Museo Arqueológico Nacional. Un año después el italiano Rutilio Gaci diseñó otras cuatro fuentes, para las plazas de las Descalzas, del Salvador y de la Puerta del Sol y para Puerta Cerrada. En ellas intervinieron escultores españoles como Francisco del Valle, Antonio de Riera y Francisco del Río y el italiano Ludovico Turqui. Este fue el autor de la popular Mariblanca, la única escultura conservada de la fuente de la Puerta del Sol, llamada de las Arpías (hoy en el Ayuntamiento madrileño).Además de los italianos ya citados, otros artistas de esta nacionalidad trabajaron en la corte, con Juan Antonio Ceroni, autor de diversas esculturas de bronce para el panteón de El Escorial, cuya decoración fue coordinada por Crescenzi, y Juan Bautista Morelli, quien ejecutó algunos trabajos para los palacios reales. Sin embargo, las obras más destacadas de esta escuela que por entonces podían admirarse en Madrid, fueron hechas en la propia Italia: las esculturas ecuestres de Felipe III (1616) y de Felipe IV (1640), hoy en la Plaza Mayor y en la de Oriente, respectivamente. La primera de ellas fue realizada para la Casa de Campo por Juan de Bolonia con un estilo aún renacentista, de caballo al paso, siguiendo un modelo pictórico de Bartolomé González. La de Felipe IV, destinada a los jardines del Buen Retiro, se debe a Pietro Tacca quien, inspirándose en un ejemplo pintado por Velázquez y en un busto del rey hecho por Martínez Montañés, concibió una composición más barroca y dinámica con el caballo en corveta.Los escultores españoles que desarrollaron su labor en Madrid en las primeras décadas del siglo reflejan en su estilo la herencia de Pompeo Leoni, que presta a sus obras un carácter un tanto frío y académico, y también en ocasiones la influencia de Gregorio Fernández, cuyo arte disfrutaba de extraordinario prestigio en la corte. Uno de los seguidores de Leoni es Antón de Morales, quien colaboró en diversos encargos con el maestro italiano. Entre sus escasas obras conservadas sobresale el retablo mayor de las Carboneras (1622), en el que también participó Vicente Carducho, pintando el lienzo central de la Santa Cena. El catalán Antonio de Riera alcanzó renombre por estos años gracias a su dedicación al género funerario y a su dominio de la escultura en mármol. En este material realizó el relieve de la fachada del monasterio de la Encarnación (1617), resuelto con acusados efectos espaciales.En los años centrales de la centuria, el panorama escultórico madrileño estuvo dominado por la personalidad del portugués Manuel Pereira (1588-1683). Nacido en Oporto, se encontraba ya en España en 1624, sin que se conozcan datos sobre su formación y su actividad anterior. Todas las obras que se conservan de él son de tema religioso, realizadas con gran dominio técnico en madera, piedra y alabastro. Estos últimos materiales los empleó para llevar a cabo numerosas imágenes destinadas a ornar las fachadas de los templos, siendo ésta una de las facetas más sobresalientes de su producción. En ella muestra un estilo vinculado al realismo imperante en la época, pero su lenguaje posee una dulzura ajena al dramatismo expresivo de la escuela castellana. Sus serenas figuras, de apariencia melancólica, son esbeltas y elegantes, y de talla delicada, por lo que se le ha relacionado con el arte de Montañés y Cano. En ellas logró plasmar una expresión de íntima religiosidad, captando magníficamente el espíritu contemplativo de la mística.Sus primeros trabajos documentados son las esculturas en piedra de San Pedro, San Pablo, San Ignacio y San Francisco Javier, labradas en 1624 para la fachada de la iglesia de la Compañía en Alcalá de Henares, en las que utiliza duros y quebrados pliegues que desaparecerán en su obra posterior. Probablemente también en ese año hizo la imagen de San Bernardo que corona la portada del convento de monjas bernardas de la misma localidad.Poco tiempo después realizó una de sus obras más conocidas: el San Bruno de la Cartuja de Miraflores (Burgos), de madera policromada, donado por el cardenal Zapata antes de 1635. Un sublime misticismo dimana de esta imagen, en la que el artista ha conseguido expresar la sencillez y la trascendencia del espíritu monástico. Con idéntica sobriedad cartujana volvió a representar en piedra a este santo en 1652 para el monasterio del Paular, aunque fue colocado en la fachada de la Hospedería de la Cartuja en la capital, encontrándose en la actualidad en el Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.En su abundante producción para los templos y conventos madrileños cabe destacar el San Antonio del altar mayor de la iglesia de San Antonio de los Alemanes (1631) y las esculturas del monasterio benedictino de San Plácido (h. 1647), en las que con un estilo dulce y estilizado representa a San Bernardo, San Ildefonso, San Anselmo y San Ruperto. Dedicado prioritariamente a la ejecución de imágenes de santos, son escasos los temas pasionales que se conocen de su mano. Sobresale en este capítulo el Cristo del madrileño Oratorio del Olivar (1647) y el de la catedral segoviana. Concebidos en expiración, según es habitual en él, dirigen su anhelante mirada hacia las alturas. En la década de los sesenta participó en la decoración de la Capilla de San Isidro en San Andrés, para la que hizo, entre otras, diez esculturas de santos labradores para rodear el tabernáculo que guardaba las reliquias de San Isidro. Tras la expulsión de los jesuitas fueron trasladadas con los restos del santo a la iglesia del Colegio Imperial, hoy catedral de San Isidro, donde desaparecieron al ser quemado el templo en 1936, final por desgracia frecuente para muchos de los trabajos madrileños de Pereira.Aunque la calidad de su arte le proporcionó fama y numerosos encargos, y en su taller formó algunos discípulos, no consiguió crear una escuela que prolongara su estilo. No obstante influyó, entre otros, en su contemporáneo Juan Sánchez Barba (muerto en 1670), quien también trabajó en Madrid en los años centrales del siglo, siendo su nombre el único relevante que puede añadirse al del portugués en la escultura madrileña del XVII. Sin la calidad de Pereira, Sánchez Barba recuerda a este maestro en algunas de sus obras, como en el Cristo de la Agonía que hizo para la comunidad de Padres Agonizantes (hoy en el Oratorio de Caballero de Gracia), cuyo desnudo aparece suave y elegantemente modelado siguiendo el estilo del portugués, aunque su intensa mirada y el agitado movimiento del cuerpo muestran su preferencia por una mayor acentuación expresiva. Quizás este interés deriva del conocimiento del arte de Gregorio Fernández, a quien se comprometió a imitar cuando contrató en 1650 un Cristo yacente, al parecer el que hoy se conserva en la madrileña iglesia del Carmen. Es ésta una obra de emotivo realismo que, salvo en el tema, no presenta demasiada similitud con los modelos de Fernández. Seis años después se obligó a realizar las esculturas del retablo mayor de dicha iglesia, posteriormente sustituido por otro de estilo neoclásico, en el que, sin embargo, se volvieron a colocar sus imágenes. Entre ellas destaca el grupo central de la Virgen imponiendo el escapulario a San Simón Stock, en el que utiliza recursos de la plenitud barroca.Durante las últimas décadas del siglo no trabajaron en Madrid escultores relevantes, probablemente por el descenso de los encargos y la hegemonía indiscutible de la pintura. Además, la actividad retablística fue en gran medida absorbida por los arquitectos, que se convirtieron como tracistas en los principales artífices de este tipo de obras, completadas por regla general con pinturas, quedando relegada la labor escultórica a un segundo plano.